Ciencia Ficción
2021
Ciencia Ficción
«Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?»
— Samuel Taylor Coleridge citado por Jorge Luis Borges

Noche del 24 de octubre del 2008. Baila el hombre de la paradoja —así lo vamos a llamar— chumado en la noche oscura de la finca La Brumana, del kilómetro 30 hacia el Mar Pacífico, en las cercanías de la ciudad de Cali, la sultana del Valle del Cauca. Parece que se va a caer a cada paso, pero no se cae; el baile es un efluvio de versatilidad; amorfos sus patrones en apariencia; pero todo está arreglado en realidad por un titiritero gigante que les imprime un orden invisible a los movimientos. A primera vista en todo caso hay caos en esos movimientos, en esas botas que se doblan y se tuercen, como si los tobillos del bailador fueran de goma. Baila el hombre de la paradoja frente a la fogata, como una sombra encendida y mientras tanto lo observa otro que está sentado por ahí en la ceremonia. A la mañana siguiente ese observador afirma que en la noche de la ceremonia llegó un Taita antiguo y bailó frente al fuego. Lo desmienten los demás, era tan solo el hombre de la paradoja, estimulado por la medicina a bailar como un Heyoka, en el suelo arenoso de la maloca. Pero él insiste que no es posible, y describe hasta los mínimos detalles de cómo estaba vestido el visitante nocturno. Empieza la película a rodar en un sinfín, la sinfonía de ciencia y ficción… que ya había tenido su prólogo en otra noche interminable en el norte de Escandinavia.

La historia del hombre de la paradoja y el desarrollo de su avatar en las ceremonias de la medicina siguen su curso durante años con los eventos milagrosos, consuetudinarios en esos menesteres. El misterio de algo que emerge en la noche, desde su misma entraña no le da tregua. Hay más y más acertijos y todos ellos insondables, pero ninguno tan insistente en su demanda de ser descifrado como el que lo incita a la pregunta: “Quien soy?” “¿Qué es lo que aparece en la noche del trance? ¿Qué verdad oculta insiste en encarnar? ¿Qué tiempo por fuera del tiempo me vio nacer en el centro de este toroide? ¿Qué orden sin órbita y sin quicio sostiene mi destino en esta tierra extraña? Porqué insiste una verdad sin asidero en confirmarse, en detalles diseñados, en ordenes sincrónicos, milimétricos, que no le dan cabida a la duda…” Por un instante no le dan cabida… Verdades envueltas en otras verdades, y en otras más extensas, en flores de Coleridge exiliadas del sueño, que terminan en la mano del soñador, ya en su vigilia. Tres bandas toca la bola del billar en su trayectoria, tres veces se repite el credo; y luego tres veces se niega el milagro antes del tercer canto del gallo… porque no cabe en el cuerpo el destello nuclear de esa materia subatómica… cuando ella hace explosión.

En los años 2016 y 2017 se intensifican las tomas de la medicina en la selva, en los suburbios de Mocoa, en las playas del Rio Pepino, finca del Taita Salvador quien lo invita a crecer en ese
jardín extraño de floripondios fragantes y ortigas hostigantes. El Taita Salvador lo invita no por decisión propia sino obedeciendo a la orden del Taita Bautista, el taita más sabio que haya vivido en el Bajo Putumayo y quien después de muerto, a los 120 años, trabaja con al menos 4000 sanadores a quienes se les aparece durante las sanaciones para asistirlos. Eso le confiesa el Taita Salvador al hombre de la paradoja en una toma de medicina en esos años, le confiesa que le ordenaron que le diera medicina a él, al hombre de la paradoja. Le dijeron así: “Dele medicina a ese, que ese sale adelante”. Se agudiza la pregunta. Florecen otros retoños de la historia de ciencia ficción, en la consciencia del hombre de la paradoja.

Ya sabía él de las profecías, oídas de la boca de muchos en el mundo ancestral. Dicen los sabedores Arhuacos de La Sierra por ejemplo que había un nombre genérico para los que vendrían “de más allá del charco” y que se sabía que iban a destruirlo todo. También comprendía la profecía que luego ese mismo canalla regresaría vestido de antropólogo o de artista, buscando explotar la ciencia oculta de los pueblos originarios como un cuento pintoresco, como un sabor exótico para los libros de mesita de salón del té. Y que había que engañarlos en cada respuesta. Y que luego venía algo más complejo aún: pasados unos 500 años del desencuentro inicial llegaría ese mismo ser auto destructivo, al cabo de su faena, habiéndolo arrasado todo por dentro y por fuera. Y que en ese momento había que estar muy atentos para no engañar más a ese “blanco”. La clave sería muy sencilla: llegaban ellas y ellos ahora preguntandose quiénes eran. Esa sería la clave.

Mirando en este momento, desde la escotilla de la nave, la luna llena sobre la ciudad de Los Angeles de noche, sobre esa urbe interminable, insomne, de focos artificiales y ángulos rectos, no cabe ni siquiera preguntarse: quién en esa pesadilla sin fin no terminaría por hacerse la pregunta esencial: “quién soy?”.

El hombre de la paradoja aprende como un niño, a canalizar el humo del tabaco y su canto extra temporal, extraterrestre, en momentos de transfiguración. En un comienzo ese canto es inerte, y el Taita Salvador se lo hace saber sin reparos. Pero en medio de todo, en una noche honda, hondísima, de un tajo empieza un baile inocente, un canto desparpajado, a partir de las erupciones tectónicas del alivio. Y de pronto sale el sol de media noche frente a sus ojos cerrados, más brillante que el neón más luminoso… y ese color esta a su vez retroalimentado por el baile y el canto. Viene con información, ese color deslumbrante; una franja invisible, inaudible de información binaria cifrada en el fenómeno de la polarización de la luz. Y se le hace excesiva la información que se descarga; delirante la fuerza de convicción y la certeza con que se manifiesta en la mente. Esa misma mente que sabe y no sabe que está en el límite de la locura. Viene una visión, con imágenes precisas, fotos de polaroid regadas en el suelo, recuerdos desde el último abismo; desde el fin del mundo; memoria más allá de la memoria (y cómo no dudar de la naturaleza de esa certeza desde otro rincón de la mente?). De vuelta a las profecías… viene a la mente una frase, tal vez de los Wiwa; el mismo concepto de nuevo: “Volverá tu hermano en la cara de tu enemigo”. Y viene un recuerdo súbito, la solución del acertijo. “Nos cantamos, nos cantamos a esta época! El canto era la nave para viajar en el tiempo!”, éramos los del faro gigante, los que veían por encima de la ola del tiempo, sabíamos que todas las canastas preciosas de la ciencia espiritual de América había que esconderlas, hasta el último minuto. Y no era en el último sino en el verdaderamente último minuto, cuando estaban destinados a reencarnar los ejércitos luminosos del Archi-estratega, ya no en el seno de una etnia; ya no en un linaje de sangre. Retornaban todos los que se habían proyectado en servicio cósmico para el tiempo de la turbulencia, para la batalla multidimensional de la consciencia. El indígena universal de la tierra, el que enciende el fuego sagrado y elemental, frente a la quimera de los ídolos de artificio, frente al ‘nihil’ transgénico y la cacofonía del túnel de ecos imagen de la imagen de la imagen. La voz que se pasó, no era la de una profecía endeble, similar al dardo que quiere atinarle al blanco si acaso se pudiera. Era la certeza del que ya está esperando en el centro de ese blanco… y desde la diana sagrada arenga al ejercito de las trompetas y los caracoles, para que despierten de su hibernación programada. Había que pasar la voz en la línea de tiempo, de generación en generación, para que una vez llegara el momento justo los integrantes de las tribus milenarias reconocieran a los viajeros en el tiempo; porque el ejército de la batalla final de esta línea de tiempo iba a ser un ejército de arco iris; ecuménico en todas sus dimensiones; del Buda, del Cristo cósmico resucitado, de la serpiente emplumada y de la virgen encinta que pisa el espacio tiempo; del Muselmann rendido ante la voluntad del Todo.

El hombre de la paradoja mira el fuego de hoy en la noche y al tiempo ve el fuego de ayer sobrepuesto; siente las facciones de su cara, distintas; la piel de pergamino, el vestido de pieles, las plumas del águila y el cóndor. Y el frescor de una noche perdida en el tiempo, cuando se forjó el Plan monumental en el tipi. Era invierno, pasaba la pipa de boca en boca.

Pasan los años y el ejercicio en el que sigue trabajando es el de completar la descarga. La tradición del Taita Salvador es hermética, sellada, con misterios que no se le pasan al cucama. Pero se le sobrepone una fuerza profunda, más honda que esa tradición misma, la instrucción de ser agente (asset), ser la célula viva de un complejo gigante. El Taita Salvador termina impulsando procesos inéditos en la vida de los médicos blancos que se acercan a su ciencia; un cosmopolitanismo chamánico encarna en muchos a su alrededor, aún si reniega de ello en la vigilia. Mujeres pre-menopáusicas, occidentales y hombres mestizos de clases ‘privilegiadas’ entran a una esfera cuya puerta no se les había abierto antes.

El Taita Salvador le dice, - “Qué hace usted tomando medicina todavía en jeans?”. Y se le ordena conseguir una cusma y un collar de colmillos de un taita sin descendencia. Algo rarísimo para el hombre de la paradoja, porque son cosas que no se entienden y que se procesan con dificultad desde una mente occidental. Él, que habría seguido para siempre en el callejón del burladero, obedece.

El hombre de la paradoja aprende a jugar en dos mundos, y se inventa su oficio como traductor entre ellos. Frente a la locura furiosa del mundo contemporáneo, la acción de yuxtaponer la locura atávica revelada en el transe. Locura con locura, y un par de palabras de calibre exacto para atenuar los ecos infinitos de la caverna: ciencia ficción. Con esas palabras, sustraídas y re-significadas dentro del ministerio del artista contemporáneo se logra el acto circense. No hay que decidir nada, suspendidas en el aire las dos esferas; en el malabar de la obra de arte; las dos versiones del universo, las tres, las mil. Pronto vendrá la crisis de ese jongleur.

En 2019 en cercanías de Tepoztlán el hombre de la paradoja, postrado frente al misterio, pide una confirmación, ya sin pudor alguno. “Si algo de esto es cierto necesito que haya una confirmación definitiva”, eso le suplica al Taita Bautista quien lo llamó desde atrás del velo al camino de la medicina, a través de su discípulo el Taita Salvador. Al segundo siguiente grita un águila en el cielo, exactamente sobre su coronilla… no en el cielo de la pinta, sino en el cielo de este mundo de acá, en el escenario de esa casa de ruinas hechizas, chic by accident, en Santa Catarina, Valle de Tepoztlán. A los pocos minutos se encuentran en la fila al baño y el Taita Salvador le anuncia que había venido a visitar hace pocos minutos el maestro trascendido, el Taita Bautista, en forma de águila. La confirmación es absoluta.

2021, en el Alto de los tigres, en la selva profunda del Putumayo el malabarista se da cuenta de que el malabar está fallando. Canta pero no puede soltar las cuerdas; alguien le pregunta con sorna sutil y elegante al cucama vanidoso “¿acaso tiene ganas de ser Taita?”. Hay uno que se mira a sí mismo bailando, hay una sombra observándose. Y un complejo neurótico que da vueltas y vueltas en la mente. Confianza extrema y luego duda y extrañamiento, algidez de la pregunta incesante; y retorno al grito del águila de Santa Catarina como único asidero; retorno ansioso a la prueba de todas las pruebas, a la flor de Coleridge. Y se va desmoronando esa prueba, aunque haya sido prueba viva, sagrada, perfecta, divina; se va gastando porque ha sido manoseada. Ya no sirve, ya no hay salvación, no hay brújula para el navegante; y la mar es alta, altísima y el ego hipertrofiado está asechando como un depredador caníbal. Viéndose verse, recopilando una historia que ya no lo justifica, y que no tendría porqué hacerlo; ya está perdida de plano la moción de esa cruzada. Buscando parajes conocidos, cerrando lo abierto, decretando con la mano alta del pastor, inquieto, con la hipertrofia de una energía masculina en exceso. Ya esta por morderlo en la nuca ese animal hambriento. Y por eso la palabra, por eso la historia, la confesión ante sí y ante los otros; acá en el avión que va descendiendo a la ciudad hiperreal, al reino del oropel y la fantasía desechables, en el desierto paupérrimo de lo real.

“Que me acepte de nuevo el silencio sagrado en el seno de la quietud del alma. Que pueda sentir, como se siente el viento fresco de la tarde, la bendición virgen del cielo. Me postro ante las olas que dan a la playa de la conciencia, pulsando con el corazón hinchado. Me rindo ante la majestad del tiempo, de todos los tiempos. Mi cara es la cara de nadie y mi nombre es el nombre de otros, del Otro; soy el ser paradójico y la paradoja es mi patria. La playa de la que zarpa mi barca es la playa a la que llego como náufrago, otra vez, mil y una veces, al cabo de la travesía que siempre empieza de nuevo. “La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje”1. Que me lleve el torbellino, pie con cabeza, codo con rodilla, pecho con espalda; que florezca la pinta astral en el suelo que pisan mis pies cansados. Abro las manos para recibir el regalo de lo extenso; milagro de la mano abierta2 que da lo que no tiene y recibe tanto más de lo que le es dado sostener.”

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