El cuadro de la cacería del zorro en la sabana o un atardecer bocarriba, Salón Nacional de Artistas, Bogotá
2006
“When I say I’m loving you not for what you are but what you’re not.”
— Bob Dylan

¿Qué es un retrato? La superficie visible del deseo; la proscripción de la vida del retratado; un dispositivo esotérico, erótico, chamánico, científico, ensoñado, delirante, que abre de par en par el laberinto de la identidad. Bruto como las cuevas de Altamira, barroco y elegante como un juego de cortesanos en un jardín al óleo de Windsor. Decía Wittgenstein, que debe haber algo idéntico entre una imagen y lo que ella representa para que la una pueda ser imagen de la otra. En esa idea ya nos embarcamos hacia el más allá, estando acá nosotros, todavía… al más allá, a la imagen, imago, máscara mortuoria.

¿Qué refleja de los ingleses ese juego macabro lleno de reglas y protocolos sociales, lleno de horizontes minados con los quiebrapatas que riega el código del privilegio? El que solo los buenos jinetes saben saltar. ¿Qué querrá decir el hecho de que ninguna manifestación haya sido jamás tan multitudinaria en Inglaterra como la que protestaba por la caducidad forzada de la cacería del zorro? Siendo que la caza del zorro es relativamente nueva - Siglo XIX apenas - es raro que “lo inglés” necesite del zorro para sentirse seguro de sí en su “Isla del aquí”. ¿Será porque es precisamente el estadio más complejo del juego social en el que se sublima toda la historia atávica de los hombres y los animales en la Isla? ¿Será que en un juego de lo que va y lo que viene, el zorro es lo que les permite ser lo que él no es? Digamos entonces como hipótesis inicial que en los montes tropicales de Colombia abundan los zorros y que los flemáticos habitantes de la sabana - esa isla de temperancia y sombrero de copa en medio del calor del trópico - se dedican a cazarlo.

En Inglaterra de nuevo. Allá. Lo que se pintará con acuarela más adelante, en un principio se pinta con la cola del zorro como pincel y con su propia sangre como pintura. Al cabo de su primera faena, la cara del neófito o la neófita es decorada -como lo eran los indios norteamericanos-, con las marcas de la sangre del zorro. You have been “Blooded”. Es como un ritual de espejos que se desplazan, que distancian al zorro y al perro de olfato lascivo de los que saltan arbustos y cañadas con elegantes sombreros negros y chaquetas rojas. Todo para poder volver a sentir la fiebre de esa sangre tibia que corre por las praderas; que se esconde en los bosques oscuros, debajo del plexo solar de la isla. Para sentir la sangre en plena cara, para volver a escribir esa frase que lleva siglos escribiéndose, idéntica: que lo humano no es otra cosa que la constante negación de lo animal. Del mismo modo que “lo blanco”, que nunca lo es, devenga su aliento de una constante diferenciación de lo otro, lo que es “de color”. Y eso, a propósito del zorro, es un retrato de la raza.

Volvamos a Bogotá. Una segunda hipótesis, si es que la primera lo era, si es que la primera no era más bien un comentario ordinario. ¿Qué es un retrato? Un algo que no es lo otro pero que tiene algo idéntico a lo otro. Si fuéramos a retratar La Iglesia, ¿dónde habría que mirar? No la fachada que se impone en la línea de perspectiva sino el ornamento que se ubica en la periferia, auto negándose, replegándose, como si no fuera nada. El ornamento de las iglesias son los demonios, que están en las gárgolas y en los frisos; y puede que ellos, que son lo que no son los fieles, sean también, como el zorro, la clave a plena la luz del día. En el retrato hablado de estas líneas La Iglesia queda retratada por -y como- sus propios demonios.

En Bogotá están esos cuadros de cacería por todas partes. Tan es así que el adolescente despistado de Cali que yo fui ya lo había notado a sus 17 años. Porque esos cuadros no son del Valle, ni del Litoral, ni del Archipiélago, son de la Sabana. Una sociedad vive con su retrato en las paredes; es lo normal. Llena de poesía coloquial, repleta de jornadas de placer colectivo, de mañanas rosadas saliendo con los perros al campo. Aquí está esa sociedad, con todas sus particularidades, con su gritos de algarabía “Tally-Ho!”, y su jerga arcaica, misteriosa: “Get Away Forrard”. El horizonte se abre y la cabalgata galopa a toda prisa tras ese animal que se escapa; ese que es lo que no se es; al que hay que volver a matar cada vez para saberse diferente de él. En otra parte, aquí, allá en una metafísica doblada y entrecruzada del nuevo mundo, otros actores se vislumbran en los reflejos del vidrio de los cuadros, otros que, en una dinámica especular sin límite, se identifican con la identificación misma de los que se libran a la cacería de su Otro. Los unos se identifican con la imagen de la cosa en sí y los otros con la imagen de la imagen de la cosa en sí. Pero en el fondo esas distinciones son triviales.

Full Cry: el jinete se despierta horas después de su caída del caballo, se despierta, o se sueña -no lo sabe-, no como el zorro que persigue la jauría, eso sería fácil y literal; se despierta en un lugar extraño donde todo es familiar y donde ya nada corresponde. No lo hagamos preguntarse por quién es, o cómo llegó ahí; nada de eso le hace justicia a la poesía de su ensueño. Mejor dejarlo quieto; no moverle ni una vértebra que lo pueda dislocar más. Dejarlo ahí, tirado en la tierra en la que le tocó caer, con los ojos abiertos y el atardecer bocarriba.

Voy a partir de su texto sobre el cuadro de la cacería del zorro en La Sabana, para conversar sobre lo que nos ocupa que es Colombia como un lugar o un no lugar. Pero empezamos por el principio:

Cuando vi su obra me parece que es más eficaz, tal vez, enfrentar la construcción de nuestra historia desde la periferia. Es decir desde temas transversales, no centrales, porque captan significados que están menos regulados por nosotros. Usted qué piensa.

Tal vez. Hay que hacerle muchos dobleces a la imagen hoy en día para hacerla hablar de algo. A mí me gusta pensar las imágenes como animales dormidos que uno puede tratar de despertar. Ahora que lo pienso, si usted mira lo que presenté en el Salón Nacional la vez pasada - el proyecto de la televisión - hay una misma lógica en los dos. Rescatar la imagen, entender la práctica con las imágenes más como el diagrama para escaparse de una cárcel, y no tanto como el dibujo arquitectónico para construir el edificio. El lugar común, el cliché, es una vasta explanada sembrada de quiebra patas. Hay que medir cada paso. Uno puede crear mapas que no son hechos para llegar del punto A al punto B sino para señalar un tránsito por los callejones de la ciudad sin ser captado por las cámaras de seguridad; como lo hace el grupo de artistas Institute for Applied Autonomy. Buscar la periferia de la imagen, o llevar la imagen a una periferia, donde se contamine, se unte de maleza, para que algo nuevo, inédito, aparezca por ahí, como aparece el moho.

El cuadro de la cacería del zorro en la Sabana es una historia que uno decide contar en vez de contar otra historia. En la otra historia, de capítulos demarcados, hay eventos que le dan un orden al tiempo; el florero de Llorente; la captura de Pablo; la caleta de Ricaurte; el primer vuelo aéreo de la SCADTA, el oro pegado con miel al cuerpo del cacique; la toma del palacio; la zona de distensión del tamaño de Suiza; la mirada de Balboa al Pacífico; la revolución de los comuneros; el asesinato de Low Mutra. Ese cuadro que termina colgado por el inconsciente colectivo en todas las casas de la clase media alta y alta en Bogotá es, como usted dice, una línea transversal, algo invisible, que no se afirma, que no tiene sentido hasta tanto no haya un rescate.

Al leer su texto pienso que entonces ¿arte estaría cercano al “pensar como un acto moral”? Se lo pregunto porque lo vinculo con el antropólogo Cleeford Geertz quien usa la frase pensar es un acto moral con insistencia, relacionándola con la idea de entender, de manera densa, los mecanismos culturales en los cuáles nos movemos. Esta obra, pienso, logra disponer una trama para que el espectador se enrede en ella y, si es posible, logre develar las reglas que hacen inteligible nuestro pensamiento.

Me gusta esa mirada. Es perfectamente análoga a lo que Serge Daney y Jacques Rivette ven juntos, el uno después del otro, en el travelling de la cámara en la película "Kapo" de Gillo Pontecorvo. El descubrimiento personal, intelectual, afectivo que Daney hace a partir de un artículo de Rivette sobre "Kapo", el descubrimiento que lo inicia en la reflexión de toda una vida sobre el cine, es nada menos que sobre el movimiento de una cámara. Se trata de la imagen de un cuerpo judío en el campo de concentración, atrapado en el alambrado eléctrico donde el hombre se acaba de suicidar. La cámara recorre el cuerpo en ese famoso travelling y termina en la mano sin vida del personaje. En esta decisión del director de la película, Rivette y Daney reconocen lo abyecto, el punto de no retorno; la base, en negativo, de todo su pensamiento sobre el cine. Al otro extremo de "Kapo" está "Nuit et Brouillard" de Alain Resnais, con toda su sobriedad y su meditación profunda sobre la imagen del campo de concentración, sobre esa imagen quieta, esa imagen que dejó de avanzar. Godard, en su visión sintética y lúcida es quien le da la forma final a esa reflexión notoriamente francesa de lo que el cine ha descubierto sobre sí mismo después del Holocausto: "le travelling comme une affaire de morale".

¿Qué espera del espectador? ¿Que se refleje en la imagen de la imagen de la cosa en sí? ¿Que se encuentre con "el atardecer bocarriba", - y parafraseando su texto-, después de haberse caído del caballo, inmóvil con los ojos abiertos?

Sí, espero que suceda esa voltereta. Es tan parca la operación que lo de voltereta suena exagerado. La cosa es evidentemente sutil y seguro es sintomático que use palabras de calibre físico para describir el tedio de las operaciones en las que nos embarcamos los artistas. Pero sí, en mi mente está la idea de que haya un cambio de tablero, un viaje discreto a través del espejo de la cultura. Y no solo cuando los cuadros están expuestos pero más aún después, cuando vuelven a sus lugares de origen al cabo de la exposición. Los cuadros quedarán en sus respectivos sitios, pero algo les ha pasado; al menos han dejado de ser invisibles; algo resuena con algo allá adentro; sus reflejos tienen unos visos distintos. Me llega una imagen de la poeta caleña Cecilia Balcázar, una de mis poetas favoritas, que de pura casualidad es mi mamá: "Tender las redes de las palabras en las cuerdas del verso/ por si acaso algún día se estrella contra ellas /esa paloma ciega del sentido" Aquí se trata de colgar las imágenes al sol de la Sabana, como si fueran retazos de la piel de la ciudad, a ver si bajo esa nueva luz prospera en su superficie el tono de una metáfora.

- “Como adolescente despistado de Cali” dice en tu texto, y describe de manera muy precisa el clima emocional y físico de la ciudad con muy pocas palabras; describe esa ciudad que ha redefinido el concepto de trópico. LLEGANDO A BOGOTÁ DESDE CALI entonces, ¿usted se dio cuenta de que estos cuadros “a la inglesa” andaban por ahí? ¿Veía en los clubes o en la casas de alta sociedad, cuadros de jinetes con chaqueta roja cabalgando por la fría campiña inglesa?

Se lo pregunto, porque siempre he sentido que Colombia, “suena” a un país tropical, pero su capital queda en un páramo. Lo que quiero preguntarle es si aquello de las particularidades regionales en el arte, que es un discurso que en Colombia se discute sobre todo en los círculos oficiales, tiene mucho menos sentido que pensar en las restricciones y las orientaciones tan poderosas que nos impone la cultura?

A los 17 años cuando me fui a vivir a Bogotá tuve mi primer encuentro prolongado con la Atenas Suramericana. Y como me interpelaba todo lo de Bogotá, a tantos niveles, me dediqué a tratar de entender sus códigos y a aprender a hablar su lengua. El proverbial esnobismo de los bogotanos ante los personajes de zapatos topsiders sin medias, venidos de la tierra caliente, es como un dispositivo que o bien crea una curiosidad fértil sobre los nuevos códigos que aún no se han digerido o bien recluye y atrinchera a los recién llegados en los diferentes ghettos regionales. Obviamente que esto no es tan solo una posición que se toma sino una posibilidad que se tiene... y obviamente que este acceso al lenguaje del otro viene dado por haber crecido dentro de un cierto privilegio en cuanto a nivel de educación, etc. Por ser una persona compuesta por varios códigos, por otro lado, ya de hecho no tenía yo el automatismo de seguridad que tienen los que intuyen la cuestión de la identidad como algo monolítico. Entonces, como colombiano de nombre francés, sentí desde muy temprano la relatividad de mi centro de identidad y cuando, habiendo pasado unos buenos ocho años en Bogotá llegué a Chicago y Nueva York sentí la exacerbación de todo este proceso. Descubrí qué era eso de ser "de color"; de la periferia; del tercer mundo; y al mismo tiempo qué era ser del centro: todo dependía, en mi caso, de si la primera pregunta era "where are you from?" o "What is your name?". Al mismo tiempo, como todos los que venimos de la élite educada en Suramérica lo sabemos, nuestra suscripción a los íconos culturales de la mayoría de las poblaciones es tangencial y llena de remiendos, culpas e inconsistencias. El otro día tenía esta discusión con un amigo, sobre la palabra "arraigado" y lo complicada que es para uno cuando ha hecho ese viaje por otros códigos culturales, cuando ya nada le es tan sencillo; siendo que en nuestro caso no era sencillo, ni siquiera antes de emprender el viaje… A veces envidio las posiciones radicales como las de Juanes y su campaña "se habla español"; porque a mí no me son dadas ya que desde la temprana infancia hablaba dos lenguas en la casa y una tercera en el colegio y tenía un papá que, viniendo del laberinto de identidades que es Alsacia, había aterrizado en Suramérica de la misma forma como había aterrizado en África en el pasado, solo que esta vez con familia. Cuando escribí en la pared al lado de los cuadros de cacería "Alicia a través del espejo; lo que nos hace amar esta tierra" quería señalar el umbral en el que le toca vivir a uno, un sitio donde la tierra tiembla y cambia la geografía cada que alguien le va a dar un nombre a las cosas. Y ese juego de espejos es un hogar, un sitio entrañable que uno puede amar, por enrevesado que sea. No hay anomia cuando uno planta el pie en algo; ese algo es evidentemente la narración que uno se hace sobre lo propio; pero hay que resistirse a desear que ese algo sea concreto, estable y eterno.

- ¿Cuál es la relación entonces entre arte y política?

Antes de contestar querría anotar que la intuición precoz que tuvo Jaime Iregui de fundar la discusión del mundo del arte colombiano en el Internet, es algo realmente muy importante. Hoy en día, alguien que como yo vive por fuera, puede conectarse diariamente a la discusión de la calle de allá, desde la calle de acá. Esto en el fondo es tan importante, que puede ser precisamente lo que habilite una actividad dentro del país por parte de los que están afuera. Porque, de nuevo, el “lugar” donde uno opera es el lugar de un dialogo. A propósito, entonces de ese diálogo, hace poco mandé una contribución sobre el tema de esta pregunta a Esfera Pública. En él me preguntaba precisamente por ese debate tan recurrente sobre la política y el arte que, aunque tiene una importancia suprema se ha vuelto un especie de impasse en las conversaciones. De acuerdo con lo implícito en su primera pregunta, creo que hay que pasarle al lado a esta pregunta. Veo, por ejemplo como las teorías de la izquierda postestructuralista, que se han concatenado paulatinamente con los círculos críticos del mundo del arte contemporáneo, son percibidas por algunos como meras estrategias hipócritas de mercadeo, del llamado “arte político”. Cuando este tipo de simplificaciones se toman por hechos quién se libra de esa pelea? Nadie! Porque, claro que esas denuncias tienen algo de cierto, cuando se mira el panorama desde ese ángulo, pero al tiempo no todo es un cálculo maquiavélico de la parte de algunos individuos voraces por lucrarse con la estetización de la política. A estas dicotomías falsas hay que hacer lo posible por no mirarlas de frente, como si fueran una medusa. Porque lo que fluye debajo es un veneno fatal que nos lleva a todos a sentir la ira (la piedra, para usar la palabra coloquial que se adecúa al mito). Cito un aparte de mi contribución a Esfera Pública en la que básicamente sugería una salida a esa oposición. El contraste que planteaba, para sugerir que las discusiones en abstracto entre lo político y lo no político pueden ser inútiles, era entre dos tarjetas rojas sacadas a dos famosos jugadores en el pasado mundial de fútbol:

“…en el tacazo pedestre a los cojones que hizo Rooney no hay sistema, por ejemplo, no hay una ética, no hay estética, no se vislumbra la dimensión pavorosamente humana del acto atávico de Zidane. El uno hay que pensarlo, ES UNA IMAGEN que retumba y resuena. El otro, el de Rooney no es una imagen, no es un gesto, no tiene universo que lo soporte, es como un espasmo.

Discutir sobre oposiciones abstractas en el arte conlleva a poner la pataleta atáxica de Rooney y el cabezazo preciso de Zidane en el mismo saco. Lo queimporta siempre, sea entre los pintores del cinquecento o entre los llamados artistas “post estudio” del siglo XXI, es que hay gestos que SON IMAGEN y otros que no lo son; aún dentro de la práctica de un mismo artista, por lúcido que sea. La palabra de la crítica, es la palabra que se adecua a abrir el misterio de esa diferencia. El reflejo de saltar a las barras bravas en cada estadio, y en cada salón de juego pasa de alto la oportunidad de que esa función pueda darse.”

¿Podría con esta obra redefinir “cuadro”?

Podría tal vez decirse que un cuadro es lo que permite ver una imagen. Y en este caso el cuadro -que es el concepto- permite ver las imágenes de muchos cuadros en tanto que una imagen: una imagen de sus imágenes.

Su texto puede leerse como una denuncia al miedo a la diferencia. ¿Es así?

O como una vindicación de la identidad fragmentada, en tanto que lugar fértil para el pensamiento.

“De cerca y de lejos” es un libro autobiográfico de Lévi-Strauss. Ese título parece redefinir su relación con Colombia.

O “Entre más lejos más cerca y entre más cerca más lejos” y siempre en un conflicto productivo con una de esas dos paradojas que son (paradójicamente) la misma.

- Esta exposición se llama un lugar en el mundo y se refiere a Colombia. La idea de lugar está inspirada en Marc Augé, como usted ya sabe, que define el lugar como un sitio antropológico, en el que un sujeto tiene sentido histórico, sentido de identidad y en el cual establece relaciones existenciales. El “no lugar” sería, por el contrario, el sitio donde el sujeto no tiene vínculos relacionales, ni sentido de permanencia, ni sentido histórico. Augé plantea estas dos definiciones como polaridades falsas ya que, a su manera de ver, el sujeto en el mundo contemporáneo necesita hacer una permanente negociación entre “el lugar” y el “no lugar”. De esta manera, “su lugar” le resulta a veces agobiante, con un peso histórico y de compromiso difícil de soportar, y entonces prefiere “dar una vuelta”, donde nadie lo conoce, donde no tiene ningún compromiso; prefiere darse una vuelta por un no lugar. Pero, curiosamente, después de sus “paseos” por esos “no lugares”, se ve obligado a volver, ya que simplemente no puede vivir en un centro comercial o en un aeropuerto. Usted vive hace ya tiempo fuera de Colombia, entonces es un artista perfecto para preguntarle: en qué medida o, mejor, cuándo, Colombia es un lugar para usted.

Hace rato quiero hacer un video sobre Cali que se llamará “Cali es mi Criptonita”. Llevando esto a lo personal como usted me lo pide, lo de Augé se acomoda bastante bien a lo que he sentido afectivamente en mi vida. La diferencia es que los “no lugares” no son necesariamente los lobbies de los hoteles donde nada es de nadie. Los “no lugares” pueden ser también sitios donde uno ha construido su vida, donde ya las cosas tienen resonancia con lo propio. Donde hay una casa, hay hijos, hay historias labradas en idiomas extranjeros. Pero hay un nivel en el que lo que está oculto en la tierra de la infancia no perdona; lo que ese sitio tiene de “lugar” para uno no lo tiene ningún otro —aclaro que aún las mismas contradicciones de los primeros años pueden constituir ese “lugar”—. Volviendo al cabezazo de Zidane que tanto me ha fascinado en estos días: en la última hora hay algo que necesita decirse; algo que no es de la conciencia del hombre; no es de su ser deportista; no es de su ser ciudadano, ni de su condición como atleta modelo de los niños; algo enterrado en la psique más profunda. Lo que en él quiere hablar con urgencia, a cinco minutos del final, es un dolor viejo; una historia que no la borra ninguna vida ejemplar; ninguna existencia honorífica como personalidad de los medios -media personality-. Ese algo es precisamente la resistencia a vivir en el “no lugar” donde viven los proto-hombres, rolemodels que fabrica la sociedad del espectáculo -más aún cuando se jubilan al Olimpo sepia de sabios inmortales-. Aparece el viejo dolor, la rabia del Kabyle en La Castellane, del argelino en Marsella; el que se convirtió, paradoja de una vida épica, en un francés que representa a Francia ante al mundo. El judas Materazzi, que conoce bien el paso de Zidane por la liga italiana, está ahí presente, con un antiguo libreto en la mano; listo a tocarlo en el “lugar” más íntimo del corazón; en la calle ruda y violenta que le tocó vivir de niño; la que sigue idéntica ahí adentro. A cinco minutos del final, el corazón necesita delatarlo todo ante el mundo.

NOTA1

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