“Que nadie rebaje a la impostura del halago esta declaración de la maestría, de Borges que con infinita ironía nos regaló los espejos y el remedo… como poesía”
“En la claridad del medio día, a plena luz, he destripado ante una piedra reluciente a una serpiente cascabel.”
“En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados.”

Este es un ejercicio de falsificación, donde el azar de la famosa lotería metafísica de Jorge Luis Borges se torna en el orden perenne de un Templo absoluto.

Como todos los hombres de Valle, he sido gigante; como todos, insignificante; también he conocido la omnipotencia, el descrédito, las penitenciarías del alma y sus purgatorios. Miren: a mi mano izquierda le falta el pulgar. Miren: por este desgarrón de mis jeans se ve en mi muslo un tatuaje Otomí; es la tercera cifra, la del dios del trueno. Ese número, en las noches de luna nueva, me convierte en súbdito de las mujeres Masagua cuya distintivo es el Pi, pero me hace señor de los de Tau, que en las noches de luna llena deben obediencia a las de Pi. En la claridad del medio día, a plena luz, he destripado ante una piedra reluciente a una serpiente cascabel. Durante un año solar, he sido declarado monstruo: hablaba y era atronadora mi voz, regalaba mis medicinas y nadie las recibía. He conocido lo que ignoran los chilangos: la fe. En una cámara de flotación, ante el aguijón silencioso del vampiro energético, la esperanza me ha sido fiel; en la cascada hermosa de los éxtasis del éter, el pánico. El Mamo Lorenzo Izquierdo de los Arhuacos refiere casi con desidia que él mismo recordaba haber sido una boa gigante en lo que hoy es Chile y antes un archimago en MU y antes algún otro mortal; quisiera olvidar mis encarnaciones, en todo caso no son cuentos, yo he vivido varias muertes y no hay en ello ninguna impostura. Debo esa variedad casi infinita a una institución que otros valles ignoran o que obra en ellos de modo imperfecto y secreto: el Templo. No he indagado mucho su historia; sé que los sabios no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber del Monte de Venus el hombre no versado en astrología tántrica. Soy de las faldas de un volcán vertiginoso donde el Templo es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en él como en la conducta de los ángeles y arcontes que nos circundan o de mi corazón. Ahora, lejos de Valle y de sus ordenes secretos, pienso con algún asombro en el Templo y en las conjeturas torpes que al alba gritan las mujeres desveladas por la medicina. Mi madre refería que antiguamente ¿cuestión de milenios, de siglos? el Templo de Valle era un rumor de carácter insulso. Refería (ignoro si con verdad) que los esquileros despachaban por monedas de onix rectángulos de hueso o de agave seco adornados de símbolos. En plena luna se verificaba la formación de un templo provisional: los agraciados recibían, sin otra corroboración del cielo, dones inmateriales como pintas vívidas como el neón de colores, chumarrascas astrales. El procedimiento era elemental, como ven ustedes. Naturalmente, esos templos fracasaron. Su existencia concreta era nula. No se dirigían a todas las facultades de los humanos: únicamente a su aspiración de que existieran. Ante la indiferencia pública, los sacerdotes que fundaron esos templos venales, comenzaron a perder la fe. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unos pocos números racionales en el censo de números trascendentes. Mediante esa reforma, las tejedoras de algoritmos corrían el doble albur de fabricar un edificio fortuito y de perder de vista el edificio perenne a veces para siempre. Ese leve peligro (por cada 64 números favorables había una singularidad) despertó, como es natural, la arquitectura inversa. Los vallesanos se entregaron a la red. El que no inscribía su consciencia al edificio interminable era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se multiplicó. Era despreciado el que no sostenía el edificio inmaterial en su consciencia, pero también eran despreciados los constructores que abandonaban el “orden desplegado”. La cofradía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los constructores, que no podían edificar si faltaba en las canteras el importe casi total del “orden desplegado”. Entabló una demanda a los eslabones que flojeaban: el juez los condenó a pagar material tangible y las costas o en su defecto a unos días de enfermedad viral programada. Todos optaron por la enfermedad, para defraudar a la cofradía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder de la cofradía: su valor eclesiástico, metafísico. Poco después, las planillas de lo debido en materiales tangibles y se limitaron a publicar los días de carga viral que designaba cada atentado contra la fe del Templo. Esa parquedad, casi inadvertida en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera aparición en el orden del Templo de «elementos no explícitos». El éxito fue grande. Instada por los constructores, la cofradía se vio precisada a aumentar los números trascendentes. Nadie ignora que el pueblo de Valle es muy devoto de los enteógenos, y aun de la meduimidad. Era incoherente que las pintas de buen augurio se computaran en planos implícitos y desplegados y las de infortunio en días y noches de Covid 19. Algunos moralistas razonaron que la fabricación de templos de tres dimensiones no siempre determinan la salud espiritual y que otras formas de templos son quizá más directas. Otra inquietud cundía en los barrios bajos, junto a la represa. Los miembros de la orden multiplicaban sus construcciones y gozaban de todas las vicisitudes del amor y de la esperanza; los ignorantes (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, ignorantes e iniciados, participasen por igual en el Templo, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Una mujer atisbó el Templo acabado en una pinta de MamaWilka, que en las dinámicas de esa construcción abstracta y laberíntica la hizo acreedora a quedar aprisionada en ella. El código fijaba esa misma pena para el que se adelantara a la visión total del Templo, porque colapsaba prematuramente los estados cuánticos del Templo. Algunos vallesanos argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de interceptora del código secreto; otros, magnánimos, que la mujer debía permanecer presidiaria porque así lo había determinado su pinta y de todas forma esa era la pena estipulada... Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la orden impuso finalmente su voluntad, contra la oposición. La cofradía consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que toda la población aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo término, logró que el Templo fuera secreto, gratuito y general. Quedó aprobada la anticipación en estados de trance y a cada cual de saber como se las arreglaba con cada encuentro anticipado. Ya iniciado en los misterios templarios, toda mujer y todo hombre libre automáticamente participaba en los construcción sagrada, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta y cuatro noches y que determinaban el destino del santuario hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Un plano acertado podía motivar su elevación al concilio de magos o la extinción de una enemistad (notoria o íntima) o el encontrar una mujer, en la pacífica tiniebla del cuarto al hombre que empieza a inquietarla o que no esperaba rever; una jugada adversa: la deconstrucción, la purga, la muerte. A veces un solo hecho –la aparición en un barrio de una familia espiritual, la apoteosis misteriosa de otro grupo ya iniciado- era la solución genial de treinta o cuarenta planos arquitectónicos. Combinar las partes del Templo era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la cofradía eran (y son) tanto amorosos como astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas formaciones espirituales venían de la complejísima fabricación de la arquitectura sagrada, hubiera encandilado el alma; para eludir ese inconveniente, los agentes de la cofradía usaban de las sugestiones y de los milagros. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas formas en que cada cual encajaba en el Templo desde sus más íntimos viajes cósmicos, disponían de canales, astrólogos, taitas, pajés y marakames. Había ciertos jaguares de piedra, había un ojo de agua sagrado llamado “el manantial”, había unas grietas en un polvoriento acueducto llamado “El crustel” que, según opinión general, daban a la cofradía; las personas malignas o benévolas depositaban amarres y ofrendas en esos sitios. Un archivo numérico recogía esas noticias de variable veracidad en código binaroo. Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La cofradía, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió presentar el bosquejo en un ipad, en los escombros de una pirámide, un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que el Templo es la interpolación de una construcción extensa en el orden del mundo y que aceptar errores de cálculo no es contradecir la estructura: es corroborarla. Observaba asimismo que esos jaguares y ese recipiente sagrado, bienvenidos por la cofradía (que anunciaban el deseo de consultarlos), funcionaban con garantía absoluta. Esa declaración exalto a todos. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la cofradía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de explicarlo. Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general del Templo. El vallesano es poco especulativo. Acata los dictámenes de la divinidad, les entrega su vida, su esperanza, su fervor holístico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas concéntricas que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter geométrico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente: Si el Templo es una intensificación de la coherencia y del Orden, una periódica infusión del Orden en el cosmos ¿no convendría que la sincronía interviniera en todas las etapas del orden del Templo y no en una sola? ¿No es de suma trascendencia que el Orden dicte la forma del Templo y que las circunstancias de esa forma -la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén sujetas al Orden? Esas preguntas tan justas provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agraciadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas; pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico. Imaginemos un primer plano, que dicta la construcción de un edificio. Para su cumplimiento se procede a la creación de otro plano sobre ese plano, que propone (digamos) nueve edificios posibles. De esos planos, cuatro pueden sugerir un tercer plano que dirá el nombre en orden numérico del arquitecto, dos pueden reemplazar un orden adverso por un orden coherente (el encuentro de una pirámide enterrada en La Peña, digamos), otro exacerbará la deconstrucción (es decir la hará discordante o la enriquecerá de errores de cálculo), otros pueden negarse a tener relación alguna con esta realidad... Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de planos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos templos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Templo y con el Arquetipo Celestial del mismo, que adoran los platónicos... Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en la Ciudad de México: Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, refiere que un Tlatoani bordaba en ayates las suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez números trascendentes y otro diez irracionales, diez palomas al vuelo, diez serpientes. Es lícito recordar que ese Tlatoani se educó en lo que hoy se llama Texcoco, entre los sacerdotes de Moyocoyatzin. También hay órdenes impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas de La conejera una chacana del alto Perú; otro, que desde el techo de una torre se suelte un águila; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un litro de agua de los innumerables que brotan de los ojos del Nevado. Las consecuencias son, a veces, magníficas. Bajo el influjo bienhechor de la cofradía, nuestras costumbres están saturadas de Orden. El comprador de una docena de ánforas de vino de zarzamora salvaje, no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía... Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para cotejar el Orden secreto; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de error, que es necesario en el Orden. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la cofradía... Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del plano de ayer o de un plano secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce la verdad indirecta. La cofradía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; los planos que dibuja continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa el dibujo de un templo absurdo en la servilleta, el soñador que se despierta de golpe en una chuma y se conecta con las manos a los psiconautas acostados a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la cofradía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la cofradía y que el sacro orden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la cofradía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un Quetzal, en los matices de la herrumbre y del polvo, en las pintas del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la sagrada corporación, porque el Valle de las faldas del volcán de Toluca no es otra cosa que un infinito templo de órdenes entrelazados.

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