Carlos Jiménez escribió en El País de Cali un artículo que tiene la mejor intención de aclarar y ser justo con cierta autoría intelectual paradójica: la que tiene que ver con la existencia de un tal Pedro Manrique. Me parece que el artículo nació del hecho de que Jiménez es muy conocedor de Documenta y por tanto consciente del hecho de que a los medios colombianos, como en tantas otras ocasiones, les faltó rigor en aclarar de qué se trataba la presentación en Kassel del video de Luís Ospina, Un Tigre de Papel. Lo que seguramente azuzó a Jiménez es el hecho de que no se constatara en los comunicados de prensa algo que él sabía desde hace más de un año cuando me invitó a una conferencia en Murcia: que la Revista Valdez había sido invitada al proyecto de Documenta Magazines y que era a su vez nuestra la invitación a mostrar el video de Luís en Kassel y no de Roger Buergel.
El asunto es incómodo pero toca hablar de créditos, que no es equivalente a hablar de autoría. El crédito de Manrique no es mío. Manrique es la vida y obra de Lucas Ospina. Algunos hemos transitado por ahí, lo hemos pensado, lo hemos vuelto complejo, pero la columna vertebral de Manrique es Ospina, y eso lo sabe todo el que ha seguido sus exposiciones en Bogotá y en el mundo, en los últimos 13 años. Personajes ficticios hay para poblar un país grande y por lo tanto el punto no es de quién fue la idea al principio o quién tuvo los apuntes más lúcidos. Porque lo que le dio a Manrique su carácter fue el aliento de Ospina; su aliento largo, pausado, medido, cáustico. Lucas ha sido ante todo lúcido en su cometido de quitarse de enfrente para que eso que venía pudiera ser de todos y de esa manera crecer como las ramas de los árboles, en forma arbitraria y coherente – coherente por ser arbitraria, porque sin lo arbitrario la vida del personaje se escapa-. Por eso mismo una escritora como Carolina Sanín pudo suscribirse a Manrique y ser una de las mejores cronistas de su vida en la Revista Valdez, porque leyó bien el espíritu de la empresa y entendió que era suya naturalmente si así lo quería. Lo mismo que Víctor Manuel Rodríguez que le dedicó una tesis doctoral en Estados Unidos. Hace años Pedro había escrito con razón "mi narración triunfará"; en la época en que pesqué esa frase entendí con más hondura la dimensión de esa vida. Para que la narración triunfe se tienen que hacer a un lado los que la escriben, de otro modo la aniquilan.
Eso de la nominación es algo serio, algo grave. Tengo un amigo que se volvió célebre mundialmente, precisamente en la Documenta anterior, por un archivo ficticio que pone en entredicho la historia del Líbano a partir de unas ficciones nutridas de investigaciones rigurosas que entre más tocan lo irracional más revelan que esa es la palabra clave para entender la naturaleza de la escritura histórica. Sus collages, videos, fotos, textos pero sobretodo sus performances disfrazados de charla académica eran de un vértigo sin asidero y aunque él señalara la mentira, como en un cuento de Borges -en la primera línea-, no había quién pudiera retener esa noción en la mente una vez actuaba sobre ellos el hechizo del género documental, del archivo histórico; el aura de lo académico. Y ese sitio —el lugar donde eso se hace visible— es precisamente el punto delicado que hay que mantener a toda costa en cada texto, en cada acción; cuidar que siempre quede la grieta, el suplemento, lo inconcluso. Mi amigo decidió un día ponerle su nombre al archivo por la presión de un mercado coleccionista que necesita ver claramente la continuidad entre el nombre del archivo, Atlas Group y el del artista, Walid Raad. La cosa empezó a perder su magia; antes el Atlas Group, el nombre en sí, era como una obra de teatro en la que se ve la tramoya pero no se puede evitar caer en la ficción al mismo tiempo. Ya con su nombre de autor al lado, el misterio empezó a desvanecerse y Walid mismo empezó a sentir la incomodidad de haber traicionado lo que ni siquiera era suyo sino de los que lo habían querido. Manrique, del mismo modo, ya le pertenece a la cultura local y a veces mundial y no puede ser de nadie para que pueda seguir nutriéndose del rumor de las ciudades. Manrique es del que lo está trabajando.
Manrique, para mí, es una historia Ospina. Y es muy real y verídica en ese sentido. Tiene que ver con las "Torres de Pekín", llamadas así porque ahí vivían decenas de maoístas; y con la revista China Informa que caía en las manos de un niño al que le tocaba descifrar, desde el punto de vista surreal de la infancia, todo ese fervor utópico de la izquierda intelectual de los 70s. Yo siempre he leído a Manrique a través de Ospina; lo que empezó como un contenedor que podía llenarse de cualquier historia fue adquiriendo un perfil más definido, porque Manrique era un habitante cierto de las intuiciones de un niño sobre la generación de sus padres, la generación que creyó demasiado y por eso conoció algo que desde entonces nadie percibe de forma tan certera: el fracaso. Paradójicamente ese fervor pasado de moda brilla desde la anomia letárgica de nuestro tiempo porque al menos ahí hubo una narración a la que se le entregaba el alma. Una narración que buscaba su triunfo. Era, en fin, el tiempo en el que algo estaba en juego en las universidades; algo por lo que se daba la vida. Pero más importante aun que ese perfil de Manrique ha sido la manutención de algo en bruto, inacabado, maltrecho que se sostiene con cuidado en el andamio inestable de cada muestra. Lucas halló cada vez más una estética propia en ese nombre, un conducto para las muchas formas de una resistencia crucial en nuestros días: la que se rehúsa a ser un objeto de consumo fácil y parafraseable. La que complica su posición crítica de tal modo que en la misma imagen se puede decir y desdecir lo dicho con una ironía calibrada y poética. Lucas, repito, fue consecuente en desdibujarse frente a la obra para que esa narración no se tornara concluyente y egoísta.
Interesante que el primer gesto de Manrique haya sido un video universitario de Lucas Ospina y de Bernardo Ortiz, con entrevistas en las que cada entrevistado hablaba de alguien sin decir su nombre, y ese alguien se convertía como por arte de magia en Manrique. En el video de Luís Ospina hay un retorno a ese formato pero ya cuando se ven los rasgos de una cara que se fue revelando a través de los años, a través de todos los que le dimos vida de una u otra manera. Una generación entera, la de Luís, de pronto es capaz de hablar de su historia, y puede hacerlo solo porque hay una pantalla que difumina lo insoportable de ese pasado deslumbrante: el mecanismo de una ficción que se ha fermentado con mucho cuidado durante años. Hay algo entrañable, realmente insólito además en el hecho de que el tío, con la generosidad de la empatía, use la intuición del sobrino para hablar, en un détour ficticio, de su propia historia. Es esa una de las narrativas de Manrique; sin duda es la trama de una historia Ospina.
Lo malo sería que Manrique se vea contado en la película. El pecado está en que la película sea vista como la meta-narración del universo complejo que es Manrique; o como el punto final que amarra todos los nudos. El video de Luís es una proeza y un logro cinematográfico tanto en su trama explícita como en su trama sutil pero no es el fin, ni la conclusión de nada. Tiene que ser otro retazo en cuanto a Manrique se refiere y no más que eso. Aunque por sus convenciones fílmicas presente la ilusión unitaria que tienen los montajes documentales y aun pseudos-documentales.
En Kassel Lucas y yo discutimos largo a Manrique en conversación con María Berríos, una chilena extraordinaria, socióloga y editora, que nos invitó con Valdez, tras haberse enamorado del precursor a través de los textos y los collages que están en la revista. Ella se declaró "fan fatal" de Valdez, citando precisamente un texto de Luís sobre Billy Wilder que se publicó allí hace unos años. Después de presentar el video de Luís en Documenta le dimos mil vueltas a la cuestión. En un momento dado, frente a la entrada del tranvía nos llegó la noción clara de que en este nuevo ángulo sobre la vida de Manrique, lo que había pasado era que el personaje central se había desdibujado, aunque todo indicara lo contrario, y que el foco de luz se proyectaba, en cambio, sobre la generación de Luís. Es decir, que contradiciendo a Luís uno podría pensar que Un Tigre de Papel es un documental sobre una gente, unos sitios, una época a través de una figura ficticia, pero que no pertenece al género del mockumentary que se fija en el sentido mismo de la farsa a cada paso. El sentido profundo del video no es el crecimiento del cuerpo que es Manrique sino el encuentro, a través de él, con un tiempo al que le faltaba su relato y cuya narración no podía ser contada de otro modo sino en esa forma refractada. Eso es valioso, y repito absolutamente entrañable. Por lo tanto Un Tigre de Papel es y será indudablemente uno de los momentos estelares de Manrique. Pero pensar que es el cierre y el acto final no le hace bien ni al documental de Luís ni a la dimensión de Manrique, que es precisamente la dimensión de una obra negra cuya ética profunda es seguir inacabada.