Oímos la voz de Chris Marker en 1999, cuando le comentaba a Raymond Bellour -en una entrevista para el fascículo del CD ROM, Immemory-, que Hitchcock tenía la suerte de que cualquiera pudiera visitar hoy en día el tronco de secuoya en la bahía de San Francisco donde Kim Novak dice, en célebre frase : “Aquí nací, aquí morí” mientras apunta a los anillos milenarios. El otro secuoya, aquel que está retratado en ese remake de Vértigo que se llama La Jetée, donde el protagonista no apunta al pasado sino al futuro, ya no se podía localizar, había sido removido y dejado en el olvido hasta hace poco. Marker hizo un llamado tácito a encontrar ese dispositivo de tiempo que es cualquier tronco de árbol; doble dispositivo cuando se trata de un tronco que se sobrepone a otro tronco en dos películas gemelas. El cine es idéntico a la sección transversal de un madero, en cuanto obedece a la lógica, paradójica, del viaje en el tiempo; y ambos cineastas colocaron esos tiempos cristalizados a la vista para que corriera en un sinfín la metáfora viva de sus reflejos fractales.
Oímos el llamado en 1999 y quedó pendiente nuestro compromiso con él; como habríamos de acudir a otro llamado en el año 2007, esta vez lanzado por Edgar Morin a encontrar un material de 16 milímetros en blanco y negro - las veinte horas perdidas de la famosa Crónica de un verano de 1961 -. Como si el anillo del tiempo del principio de los años sesenta en París estuviera siempre jugándose en nuestro presente: La Jetée de 1962 que a su vez retoma a Vértigo y que ya tiene un eco en el futuro, en los Doce Monos de Terry Gilliam; Le Mépris de Jean Luc Godard de 1963 que a su vez retoma la eterna Odisea de Homero y El Inmortal de Borges; y Crónica de un Verano de 1961 que presiente, como un medium psíquico la tele-realidad de los años 90, como si sus autores Morin y Rouch fueran viajeros en el tiempo que ya hubieran tenido contacto con ese futuro imperfecto.
En La Jetée no se trata entonces de señalar la fracción de tiempo en la que se vivió antes; el caso no es igual al de Kim Novak en su calidad revenante (aparición) donde ella juega doblemente, como actriz y como actriz de doble impostura - y además como personaje que quiere salir, por amor, del laberinto de esas imposturas -. En La Jetée el hombre que viaja en el tiempo - a través de una imagen fija en su memoria - le indica a su amada el lugar de donde él vino, más allá del último círculo concéntrico del tronco. Él existe en un tiempo que se queda, que permanece ( “temps qui reste”), como los anillos de ese tronco que coexisten en el presente.
El hombre de La Jetée viaja, en cuanto vive en la dimensión de la memoria, y está siempre en curso hacia una muerte vivida dos veces, la primera de forma inconsiente y la segunda de forma consciente, redoubtable - que quiere decir temible por un lado pero que al tiempo contiene un fractal de anillos etimológicos: la palabra “duda” y la palabra “doble”. Una muerte vivida dos veces, un destino inexorable, tal es la locura concéntrica de las dos cintas que se enroscan, Vértigo y La Jetée. La Jetée es por un lado el retrato – calcado en el tono grave de la ciencia ficción - de un amor intenso e imposible entre el director y su protagonista; y por otro lado el amor del director con una cinta que relata otro amor imposible, el amor trastornado de Scotty por un fantasma elusivo en la película de Hitchcock. La Jetée es entonces, entre otras cosas, la historia de la filiación de Marker con Vértigo, lo cual hace que él se parezca al menos a dos personajes de Borges: Joseph Cartaphilus en el cuento ya mencionado, El Inmortal - por confundirse con otro autor y apuntar al refrán Borgiano de que un autor es todos los autores-; y Pierre Menard – autor paradójico, a destiempo del Quijote de Cervantes-.
La Jetée es la historia de lo que marcó a Marker en Vértigo, lo que se metió debajo de su piel y se volvió suyo, se convirtió en su propia vida, un amor platónico, inexplicable, vivido durante tres años a principio de los años sesenta con una soñadora etérea de veinte años… quien hoy en día, a sus setenta y tantos años, dicho sea de paso, ha perdido totalmente la memoria y vive anclada en un presente continuo. Tal filiación es de facto sobrenatural, Marker tal como Menard, no copia. Está en un juego psicomágico; se ha embebido en la metáfora de la memoria, en el aparato psíquico del cine, el bucle vertiginoso de cada historia que vivimos cuando nos atrapa ese otro tiempo, el del amor o el del cine, o el de los museos laberínticos de la memoria,llenos de animales extintos y disecados… como los que visitan al fondo del Jardín des Plantes los protagonistas de La Jetée.
Siguiendo ese llamado tácito nos pusimos a buscar el tronco perdido. Y lo encontramos, en el año 2003 - en una galería parecida a la de un Hotel de Adrogué - en el Edificio de Biología del mismo Jardin des Plantes (Jardín de los senderos del tiempo). El mismo llamado de 1999 nos llevó a en 2014 a buscar a la mujer que protagonizó esa historia de amor y la foto-novela que lo reflejó en esa cinta legendaria. Ella se llama Hélène Chatelain. Y con todo eso, nos vimos reflejados nosotros mismos, nos encontramos con nuestra propia sombra, como aquellos que escudriñan en las películas que los miraron a ellos: En francés ça me regarde, quiere decir literalmente me mira, aunque me concierne, me atañe sea su sentido corriente en la lengua contemporánea.
Ahí fue donde nos encontramos con un afuera del tiempo, donde ya no estábamos al abrigo de nada.
Tal vez entendimos algo que nos excedía, como el perfume que se contiene a sí mismo en la lámpara de Allah Djinn, y que sale por la boca de la lámpara cuando esta se descorcha, alcanzando cada recoveco del espacio circundante, agigantándose a cada segundo que pasa. Habíamos intuido que en la búsqueda del tronco entenderíamos cosas, y en el encuentro con Hélène estaríamos en la zona donde habla el genio del tiempo con voz atronadora y solemne, el genio que se expande hacia el futuro y hacia el pasado, una vez insubordinado y liberado de su lámpara.
El camino, aparentemente sin salida del presente tiene en su mano, sin embargo todos los demás tiempos: Main tenant, mano que tiene… el ahora.
Hélène Chatelain nos contó que cuando ella jugó su rol en La Jetée constataba que la película se hacía por sí sola, como si hubiera que acordarse del futuro para crear la obra. Ella sintió que todo el que se implicaba en la obra estaba ahí como llamado por el ojo ciego de un vórtice. Además no se percataba del paso de su cotidineidad al de la historia de la película: el comienzo del rodaje pasaba inadvertido, o tal vez se vuelve más y más elusivo en su memoria, tanto que a veces ella retrata a Marker en imágenes mentales donde debería figurar el actor y no el autor. Marker avanzaba como avanzan los agentes de la magia sagrada: en el vacío, como un malabarista, con ese cristal vivo que había sacado de Vértigo, como si estuviera a cargo de crear una nueva catedral a partir de él, un nuevo blue print de esa memoria viva, encarnada en su propia memoria como realidad y como ficción. Lo vivido en el cine con Vértigo prefiguraba y contenía lo vivido antes o después en Les Jardins des Plantes con Hélène. Estaba el mandato de la continuación del proyecto de otro - un otro sí mismo - que debe seguir en una nueva encarnación trazando y re-trazando el tiempo circular de esa historia arquetípica, la historia de cuando el amor cobra su impuesto en sangre, y cuando el tiempo se sale de su cauce.
El arquetipo se descarga por sí solo en el mundo, según su propia astrología, a través de una línea vertical. Necesita de una antena, del artista-mago que se acerque a reescribir lo que ya está escrito en el plano Astral. Se trata de una matriz, un campo de resonancias mórficas, una morfogénesis, no la del Platón falsificado de los intelectuales sino la de los mitos de origen que nos recuerdan que el tiempo es un torbellino indomable que se despliega entero en el presente; y que para hablarle a ese tiempo hay que saberse los números, los ritmos y los gestos precisos del acto de magia; saber cómo se encadenan las imágenes, las palabras, cómo se entonan las frecuencias que abren el portal, al jardín abundante de la consciencia.
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Le Temps qui Reste El tiempo que (se) queda
Un espejo revela dos hemisferios de la cara de Hélène, como un portal entre diversas dimensiones, un eje central, un horizonte profundo, las mil y una caras del tiempo. Hélène - alcanzada por esa enfermedad del tiempo que es el Alzheimer – camina con nosotros por los mismos jardines por donde caminó hace medio siglo. Visitamos el corte de tronco del árbol de secuoya donde el avatar del cineasta enamorado le muestra a la mujer que ama, el lugar, más allá del último anillo del tronco, de donde él viene. Un lugar del que no se puede zafar, porque en el portal entre su tiempo y el de ella está la muerte jugándose en un sinfín – niño que ve la muerte de un hombre corriendo hacia su amada y hombre que recuerda al niño que fue, en el instante preciso de su muerte, pocos metros antes del abrazo amoroso -. A los amantes los separa la muerte una y otra vez, para toda la eternidad.
Helene recoge su pelo con la mano, el gesto atraviesa el tiempo, trasciende, viaja. Solo el cine lo puede percibir, solo el viajero de los lentes que observa el tiempo que (se) queda; el umbral entre dos fotos fijas tomadas a medio siglo de distancia.